EL DESTINO A VECES SE DISTRAE
Cogí el autobús que me llevaría
a la estación en la Avenida de la Constitución y, por suerte o por desgracia,
no me tocó esperar casi nada. Iba muy lleno y parecía que todos teníamos el
mismo destino. Si intentabas moverte te dabas más de un golpe en la espinilla
con la maleta de alguien. En la segunda parada ya no cabía nadie más. Todos
apretujados y una voz intentando llamar mi atención. Me giré como un acto reflejo
y me encontré con los ojillos de un tipo clavándose en los míos, sonreía
suavemente y se me acercó un poco más, aunque con cuidado para no acabar
empotrándome contra la ventana. Apenas le oía pero veía que movía los labios. Casi
al oído me preguntó que si le conocía de algo y no se por qué le dije que su
cara me sonaba. Era verdad aunque no tuviera la menor idea de donde le había
visto.
El autobús no hizo más paradas hasta la estación y aquel tipo no dijo
nada más. Se limitó a ejercer de escudo para mantenerme a salvo de empujones.
Me bajé y me llamó la atención que él también lo hiciera. Ya en la acera de
enfrente de la estación me abordó de verdad. Me explicó que se había fijado en
mí por casualidad pero necesitaba contarme algo, llevaba dándole vueltas a la
cabeza desde que me vio. Tenía una sensación muy extraña a mi lado, como si nos
conociéramos desde hacía mucho tiempo. Yo le escuchaba sonriendo, con ese tipo
de sonrisa de me lo quito de encima enseguida, intentando no ser una antipática
porque el tipo era amable y tenía cara de inofensivo. Sin embargo, me acompañó
hasta la taquilla, esperó a que consiguiera mi billete y se empeñó en invitarme
a un café. Me quedaba más de una hora de plantón y le acepté la oferta por
curiosidad. Debía tener unos cuarenta años, no medía más de uno setenta, tenía
una cabeza redonda no muy grande pero pequeña tampoco, pintaba canas y llevaba
bigote y barba corta. De aspecto bastante corriente, con algo de tripa y unas
manos más o menos cuidadas. No vestía mal y olía a limpio, usaba una colonia
discreta. Llevaba unas gafas redondas, metálicas.
Nada
más sentarnos en la cafetería me empezó a contar que me conocía de un sueño. Largas
conversaciones entre ambos que se habían repetido noche tras noche desde hacía
unos días. Estaba convencido de que encontrarme en ese autobús había sido cosa
del destino. Yo le escuchaba sin terminar de creerme ni una palabra pero el
tipo hablaba bien, era muy correcto. Me contó que era pintor y estaba soltero.
Vivía con su madre y sólo había tenido pareja una vez. Tenía una voz pausada y
bonita, una conversación interesante y me hizo amena la espera.
Nos
despedimos en la puerta del autobús y le dije que si era cosa del destino ya
nos volveríamos a encontrar. Me observaba todo convencido y yo sonreía completamente
segura de que hasta ahí llegaba mi aventura con el pintor.
Sin embargo, una semana más tarde me lo volví a encontrar en plena
calle, en Emperatriz Eugenia, a unos pasos de mi casa. No me dio tiempo a esquivarlo,
venía de frente sonriendo con la boca llena de dientes y le tenía muy cerca.
Aquel cuarentón con ojillos de chucho abandonado me cogió la mano y me invitó a
ver su estudio. Otra vez había sido cosa del destino y no podía rechazar su
invitación, decía. Vivía en la calle de al lado.
Al
principio no estaba muy segura pero tenía la intuición, casi certeza, de que
quien me estaba invitando a su guarida era un lobo sin dientes y en el fondo la
idea de conocer el espacio privado de un pintor me llamaba la atención. Era la
primera vez que estaba frente a uno de verdad con todo el glamour que le
aportaba lo de ser un fracasado ignorado por el gremio. Un artista que jamás
había expuesto un cuadro. Egocéntrico no era y una fuerte personalidad no tenía
pero llegué a imaginarme que a través de su pintura expresaría el supuesto
mundo interior que debía tener. El que tiene todo artista.
Una vez en el estudio aquel pintor de carne y hueso me enseñó cuadro por
cuadro sonriendo y haciendo bromas, en un tímido y torpe intento de seducción.
Yo le seguía el juego divertida pero manteniendo una distancia prudencial, mi
curiosidad no llegaba a tanto. En su ambiente ya no era tan interesante.
Resultaba monotemático. Tan empeñado en conseguir mis halagos y yo intentando
encontrar algo bueno que decir de alguna de aquellas pinturas. Al final la
encontré. Le alabé la originalidad de un cuadro bien grande que presidía el
estudio. Una partida de póquer entre perros. Mi ignorancia me llevó a cometer
semejante agravio. Yo que iba a saber que el cuadro era su versión de la
imaginación y la originalidad de otro. No fue capaz de atribuirse la autoría,
encima era ingenuo. El pobre lo tenía todo. Intentó mantener el tipo, pero su
orgullo empezó a caer en picado. Aún así le reconocí la perseverancia. No se
amilanó y se intentó recomponer.
En ese preciso momento vino al rescate una mujer bajita, muy mayor, con
una bandeja de alpaca y dos tazas de café. Entró saludando y observándome por
encima de las gafas que llevaba clavadas en la nariz. Sonreía igual que el hijo
pero su aparición, lejos de suponer un balón de oxígeno, fue una pedrada para
aquel pobre infeliz. Otra vez intentó recuperar la compostura cuando volvimos a
quedarnos solos, porque ella desapareció como llegó, aunque cerró la puerta al
salir para darnos más intimidad. Entonces él decidió ser original y me dijo que
tenía la sonrisa de la Gioconda. Yo, que nunca entendí qué tenía de especial
aquella forma de apretar los labios y siempre me daba la sensación de que
prefería estar en cualquier otra parte, no me inmuté.
No se acercaba demasiado, ni me rozaba. Si llega a hacerlo ni el café me
tomo. Permanecía allí sentada más por pena. Lo único que le faltaba era que me
fuera de estampida. Como la Gioconda tampoco le funcionó empezó a contarme como
pintaba aquellos cuadros de paisajes tan planos. Arbustos y más arbustos. Horas
tirado en un rincón del Parque natural de la sierra de Huetor. Llegaba en
autobús, el mismo que a mí me llevaba a casa, se bajaba en el Puerto de la Mora
y se pasaba mañanas enteras pintando. Soportando un sol de castigo o aquel frío
que te calaba los huesos. Muy lúdico todo pero el resultado no merecía tanto
despliegue. Nadie le había dicho que talento, lo que se dice talento no tenía.
Pero él estaba convencido de que algún día le sería reconocido y hasta entonces
seguiría recluido por voluntad propia.
La puerta se volvió a abrir y la amable señora le informó de que tenía
que salir y volvió a desaparecer. Ahí si di por concluida mi visita al espacio
privado del artista y yo también me disculpé. Ya nos veríamos en otra ocasión.
Me acompañó a la calle y me despidió con un beso en la mejilla en la esquina.
Yo volví a casa intentando averiguar que calles tenía que usar a partir
de entonces para no volver a encontrarme con el único pintor que conocí en mi
vida.
Estefanía Farias
Martínez. Nacida en 1970 en Cartagena, España. Doctora en Filología Árabe por
la Universidad de Granada. Animales en las fuentes árabes y referencias en fuentes
griegas.
Tesis doctoral. Granada: Universidad de Granada, 2008. ISBN:
9788469143698. Publiqué un par de artículos en revistas
especializadas al terminar la tesis: - “El ‘anqa’ en el Qisas de al-Thalabi”, Oriente
Moderno. Nuova serie, anno LXXXIX, 2 (2009), pp. 305-317 y -“El
gallo, figura trascendental en las Qisas al-anbiya’ ”, MEAH, Sección
Arabe-Islam, 58 (2009), pp.77-92.
Me vine a vivir a Holanda y hace un año descubrí el placer de escribir mis propios textos. Publiqué un
microrelato, ¨Lo que hace un nombre¨ en el primer número de la revista digital
Los omniscientes (julio 2014). Y paso día y noche enfrascada en contar mis
historias en mi blog al que le puse un título acorde con los contenidos: Exorcizando la antimemoria de mis días
oscuros. Por eso de que fantasía y realidad a veces son solo un juego de
palabras. http://exorcizandoantimemoria.blogspot.nl/
Excelente relato,
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