¡ALERTA! ¡ALERTA!
Por
Estefanía Farías Martínez
-¡Alerta! ¡Alerta! ¡Hay un hombre armado en el colegio!- Sonó por
megafonía.
Ante la ausencia de un profesor en el aula que les asesorara, los chicos corrían
de un lado para otro sin saber muy bien que hacer y Saúl, desconcertado,
permanecía impertérrito buscando una salida adecuada. La idea surgió en su
mente en un instante.
-Vamos a meternos en los armarios-
Todos reaccionaron inmediatamente y los veinticinco adolescentes de trece
años vaciaron el contenido de aquellos improvisados refugios de emergencia y
pugnaron por hacinarse en su interior. Saúl dirigía las maniobras, comprobando
que estuvieran perfectamente coordinados. A pesar del caos consiguió que todo
fuera llevándose a cabo con orden y eficacia, evitando las crisis de nervios.
Sin embargo, una vez que todos sus compañeros estuvieron distribuidos en los
armarios, en número exacto para evitar brotes de ansiedad, hizo intención de
ocupar el espacio que había reservado para sí mismo en el primero de ellos. La
resistencia de los ocupantes y una voz que provenía del fondo, un ronroneo
inquietante, la voz de Ela, la brasilera por la que suspiraba desde hacía dos
semanas, le hizo ponerse pálido
-No cabes-.
Estaba atónito. Sólo había necesitado unos segundos para calcular la
capacidad de cada armario.
-Si hay sitio suficiente-.
-Te ha dicho que no cabes-Repetía el
nuevo novio de Ela, el portugués de mirada huidiza.
No pudo decir mucho más antes de sentir un fuerte golpe en las costillas y
ver como le negaban el acceso al interior. Saúl lo intentó sin éxito con el
segundo, con el tercero, con el cuarto. Cada vez eran más agresivos al
rechazarlo. Usaban brazos y piernas para asegurarse de que permaneciera en el
exterior. Cuando escuchó la última puerta cerrarse definitivamente, sin darle
más opciones que permanecer aislado, expuesto al peligro, observó aterrorizado
la salida del aula.
No tenía muchas alternativas. Saltar por la ventana le supondría una caída
desde el cuarto piso y una muerte segura. Intentar abandonar el aula no le
garantizaba la supervivencia. Ese tipo estaría avanzando lentamente hacia
ellos. Se convertiría en un blanco fácil. Temblando, el rostro trasfigurado,
crispado, el corazón desbocado, se sentó debajo de su propio pupitre a esperar.
Le dolía el pecho. Se encogió, cerro los ojos y al borde del colapso,
absolutamente convencido de que le quedaban unos minutos de vida, escuchó por
megafonía
-Lo habéis hecho muy bien. Solo era un simulacro-.
Los chicos salieron sonrientes de los armarios y volvieron a ocupar sus
respectivos asientos. Nadie prestaba atención a Saúl. Aún permanecía bajo el
pupitre. Sus extremidades estaban tan agarrotadas que no conseguía recuperar la
movilidad, respiraba con dificultad y diez minutos más tarde la profesora lo
encontró inconsciente, sudoroso, enroscado sobre sí mismo, con el cuello
torcido y la cabeza caída hacía un lado.
Concluyó que el chico nuevo, con un coeficiente intelectual de 150, tendría
problemas de adaptación en aquel centro. Le faltaba capacidad de reacción.
Había hecho fracasar el simulacro.