Revista Contra Estudio

miércoles, 9 de julio de 2014

Grafitti Sucio, de Óscar Málaga: Un cuento en donde la coca, el sexo y el desenfreno materializan aquella Lima de los 90s.

      GRAFFITI SUCIO 

                                  

                                          
                                                                                             Dentro de un reloj roto

                                                                                salpicando el vino

                                                                              con todos los perros de la lluvia

                                                                   TOM WAITS


        Maldita noche, ecran fantasma sobre el que pateo pasos sin sombra que se olvidan en el fragor de su propio estampido. Colgado avanzo. Extraño ahorcado soy; que gime y jura que dice; sonríe y sueña que vive. Busca dos gramos y sabe que es inútil. No hay destino que se revele en los cristales frenéticos de la coca. Pero no busco un destino. Es demasiado tarde para dar pasos atrás. Ella fue un arcoiris. Nada detiene la voracidad de los minutos: un Phantom aterrado buscando una pista nostálgica. Solo trato de recuperar un pasado, dar marcha atrás a la cadencia infernal de la arena, al viejo reloj que ella enredó a mi muñeca. Ha desaparecido, aseguran; que la buscan, informan. Que en la noche se hundió y en la noche quedó. Que nadie la ha vuelto a ver. Yo, que sin razones me acerque, que en la noche sin padre ni madre de Lima le ofrecí palabras llenas de entusiasmo, toqué con la yema de mis dedos su rostro, maldita sea, yo, que solo quise ser un segundo de paz en su vida, yo, Juan de la Cruz, se donde está. En mi cama, echada, el pie izquierdo reposando sobre el piso, los ojos abiertos, sonríe, su mano izquierda protege su corazón frió. No tiene mi nombre el puñal que lo atraviesa.

        Nada me pertenece, nada tengo, nada deseo, pero daría todos los sueños del mundo por ser dueño de un segundo de esta noche y hundirme en él y en un vértigo resplandeciente, desde ese lugar en el que convergirían mis deseos, contemplar, intuir, una verdad, una maldita certeza que ordene una dirección a mis pasos. Me clave en la mirada una foto de lo que sucedió. Porque eso es lo único que en esta noche sin nombre apesta a realidad: algo sucedió. Algo que también es una verdad tan salvaje y divina como ese cuerpo empalideciendo sobre mi cama.

        Lady Diazepan, así la conocía, era por sus ojos, al menos así lo creí, que parecían soñar no ver lo que miraban. Y esa noche fui yo, oscuro suicida ganándose los días con los malabares traicioneros de oscuro periodista, el paisaje que descubría. No era la primera vez que en la bruma neurótica de Lima nos cruzábamos. En alguna fiesta, alguna canción la acercó a mi cuerpo. Tanto que soñé mi lengua ansiosa aniquilaba la frescura de su sudor. Y el instante que siempre esperaba se desató delante de mis ojos. Ella estaba mirándome y yo estaba parado ahí. Sin destino previsto para el próximo segundo pero con todo el futuro apostado a los tres gramos que cargaba en el bolsillo. Y la revelación comenzó. Fue mirarse, descubrirse perdidos en la misma jungla. Al menos asi lo sentí. Y como la noche es un castillo secreto que no tiene dueño rápidamente decidimos tomarla por asalto. Las armas que blandimos: nuestra desesperación por violar la soledad, convertirla en una hermosa mañana despertando juntos. ¿Y por qué no?, pasearnos haciendo religiosas pompas de jabón en el mediodía cruel de la ciudad.

        El bullicio del Bar era satánico, como una estaca logré hundirme en su corazón  hasta encontrarme con su silencio. No hubo saludos. Supe que lo único que cabía en nuestras vidas era una despedida; comprendí que pronto vendría. Porque así son las cosas, la eternidad se acaba cuando aparece la madrugada. Pero aún quedaban algunas horas, que cuando bese sus dos mejillas supe serían infinitas.

        Tomé su mano y avanzamos hacia la puerta.

        No soy un hombre de decisiones, todo lo contrario, estoy lleno de angustia, por eso detuve el taxi, le di mi dirección, la besé mientras tosiendo el auto retomaba la ruta, empujé con vigor la puerta de mi cuarto. Por eso le dije:

        --No se que por qué estamos aquí pero aquí hemos llegado

        --Cierra la puerta con llave, me dijo.

         Busque en el refrigerador dos cervezas heladas. No, exigió, para mí agua. Así fue. Ella tomó agua y yo inicie la continuidad de las cervezas. No tuvimos tiempo de desvestirnos porque de  pronto una luz, puedo jurar tenía el color de las esmeraldas salvajes, apareció en sus ojos.

        --Tengo miedo, dijo.

        Y le volví a llenar el vaso con agua, limpia, transparente, que vertical se hundía en el resplandor cortante que aprisionaba su mano.

        --Todos tenemos miedo, sonreí, es el único motor de nuestras vidas. 

        Y volvió a repetir:

        --Cierra la puerta con llave.

        Y así lo hice, y me senté a su lado. Sácala, dijo, y la saque. Y protegiéndola con  mi mano la enfrenté a la humedad del aire. Y la descubrió eterna y brillante. Y vi sus ojos asustados. A mí me persiguen, creo que repitió. Y con dulzura, un olvidado sentimiento de solidaridad, poco a poco, en silencio, comenzamos a aplacar nuestra desolación con el esplendor opaco y frenético de la coca.             

        --¿Dónde la compraste?

        Y abrí el segundo paquete.

        --En la benevolencia de un Parque.

        E hicimos infinitas líneas, numeramos, y las fuimos nombrando: Reimar, Belcebu, Asnoferonte, y reímos. Y desanudando nuestra oscuridad enrollamos un billete que fue bambú tierno flotando en la voracidad viscosa del océano que nos cubría, que su mano dirigía con destreza de sobreviviente para evitar ahogarnos. Y las líneas desaparecían acribilladas por nuestra respiración. Frenética exterminaba el esplendor del pequeño espejo. 

        --Me van a matar, y me miró sosteniendo el delicado bambú en el aire.

        --¿Quién?

        --No sé, -y brutal lo hundió sobre la ultima línea-  pero todas las noche sueño que me clavan un puñal en el corazón.

        Suicidas, pensé, somos ocho millones de suicidas pateando el mismo pedazo sucio del planeta. De eso se trata, reconocí, de mantener el deseo aun cuando construimos nuestra historia pisando asfalto vació. La ciudad es un graffiti sucio en el blanco corazón del universo.  Pero hermosos y desesperados en ese graffiti desanudamos nuestra única vida. Y debo de encontrarlo, ella me entregó un destino, me  abrió una ruta secreta en la opacidad de la ciudad. Y desde esa noche salgo a buscar en su reino sucio el único nombre que ella delató, clavó, fue una espada rutilante descubriendo un olvidado furor en mi corazón.

        --No reconozco su rostro pero veo sus manos, es alguien que siempre esta acodado al bar, que nunca me dirige una sonrisa.

        Y como todas las noches atravieso la puerta del Bar, me acodo, pido un trago. Y sin disparar una sonrisa olvido el mundo que se agita y baila delante de mis ojos,  

        No soy espectador, ni actor, menos aún un Director, Pastor evangélico, Jefe de barra, Líder boy scout, Agente de seguros, Guachimán, no, jamás, ya olvidé cuando llegue a la conclusión que mi único rol en la ciudad era el de fantasma. Así he vivido. Así vivo. Así viviré los días que me quedan por patear. Por eso soy periodista. Escribo sobre lo que nunca sucedió y opino sobre lo que nunca sucederá, y todas las noches muero en paz. Y cuando en las mañanas, con los ojos hinchados, la cara grasosa, un acre sabor en la boca, resucito, se que volveré a frecuentar la única ciudad que conozco,  el único paraíso que me ha sido concedido: los vastos enjambres de edificios y deseos que arranco a mi máquina de escribir y que durante 24 horas tendrán la vida que le corresponde a las Noticias Locales. Esa es mi vida, le dije, y sonreíamos, tenía treinta años, eso dijo, y agregó, yo también sobrevivo gracias al teclado.

        --¿Y porque te van a matar?

        Se detuvo, y acuchillando la noche restalló en mí la sensación que me descubría deseos que yo desconocía.

        --Porque tengo el secreto, eso es todo, ¿sabes?, soy secretaria.

        Nunca he comprendido la infinidad de cosas que siempre están sucediendo, aún peor: siempre llego tarde para sostener entre el cielo y la tierra esa mano suicida que implora. Aparezco cuando el aire ha perdido desesperación. Ese es el secreto de mi profesión.  Sólo constato hechos, que algo sucedió, que yo no estuve ahí para evitarlo y que por lo tanto no escribiré sobre ello porque nada sucedió si yo no estuve ahí, si nadie estuvo ahí, y a nadie - y ese es  el secreto de la tranquilidad- le interesa leer sobre aquello que es responsable pero no quiso o no pudo evitar. Así son las cosas. Tengo la impresión que esa es una enfermedad que sólo desaparecerá con la muerte. En eso pienso abriendo en la madrugada la puerta de mi cuarto, sentándome frente a mi cama, viendo el cuerpo frió de Lady Diazepan. Su mano calma protegiendo su corazón. Entre el pulgar y el índice brilla el marfil negro del mango del puñal. Y vuelvo a descalzar su pie izquierdo, juntarlo al derecho que se estira sobre la cama. Me desnudo. Y como todas las noches me acuesto a su lado. Enciendo un cigarro y fumando miro con atención, a través del mirador sucio de mi ventana, la lenta y mágica transformación de la noche. Antes que restalle en la claridad de mis deseos la banalidad gris de la madrugada hundo la ultima colilla en el cenicero y me abrazo a ese cuerpo inmóvil. Pongo mi cabeza calma contra el frió húmedo de su hombro -tengo la sensación que en mi ausencia transpira- y recordando las pompas de jabón que nos prometimos me quedo dormido.

        --No quiero dormir, tengo miedo de soñar con ese puñal. 

        Habíamos terminado los tres gramos; ansioso, frenético, quería patear la noche hasta desembarcar debajo de las palmeras muertas del Parque Torres Paz. Tres gramos más, propuse. Tengo miedo de abrir tu puerta. ¿Qué secreto tienes? El secreto de la noche, dijo, poseo el secreto que aniquila las sonrisas, por eso siempre me están persiguiendo, si no me crees mira por la ventana, son dos hombres, siempre están ahí cuando intento vivir. Y me dirigí a la ventana. Apaga la luz, -gritó- apaga la luz. Y Lady Diazepan soltó, con estrépito reventó contra el suelo, el vaso que tenía entre las manos, se arrojó sobre su cartera, antes que pudiera calmarla, empuño un puñal, refulgía inocente la hoja de acero, se oscurecía entre su manos el mango de marfil, de un salto pegó su espalda aterrada contra el muro.

        --No comprendes -gritó- quieren matarme, diablos, comprende, son asesinos.  

        --¿Desde cuándo te persiguen?

        --Apaga la luz si vas a abrir esa maldita ventana, gritó.

        --Basta, basta, si alguien quisiera matarte ya serías una  sombra muerta.

        --Sí, -gritó- quieren matarme, pero, maldita sea, no sé cuando lo harán, cada vez que intento escapar están ahí, siempre están esperándome, abre, abre esa ventana, míralos.

        --No voy a abrirla, suelta ese puñal.

        --Ábrela -gritó, y avanzó hacía mi- te  he seguido esta noche  porque necesito que abras esa maldita ventana.

        Busqué en mi bolsillo mi paquete de cigarros, casi no distinguía sus ojos, se estrechaban en su rostro de gato acorralado.

        --¿Puedo fumar un cigarro?

        La punta fría del puñal rozaba la piel vieja de mi pecho.

        --Ábrela, maldita sea, -gritó- ábrela, por dios, abre esa ventana.

        Abrí la boca plateada del Zippo, rodeé con la yema del pulgar la rueca; perfecta la llama creció, alumbró, separó, nuestros rostros.

        --Cuándo te violaron, -grite- por los mil diablos, dime quién y cuándo te violó, por qué eso ha sucedido, ¿no?, maldita noche, maldita ciudad, maldita vida, dime, ¿quién te violó?

        --Tus manos, dijo.

        Y se llenó de una extraña calma.

        Y se detuvo.

        Y la eternidad de ese instante, de sus ojos acorralados, de su mano tensa, del humo de mi cigarro que no desaparecía, vibraron como notas de bajo golpeando, reverberando, sin compasión contra las paredes sucias de un callejón abandonado. Estalló golpeada por la estridencia sibilina de la navaja desgarrando el aire, que ansiosa buscaba hundirse en mi piel. De milímetros evité esa fulgor azulado que buscaba mi corazón, la retuve de la muñeca, la hice girar y apreté su espalda aterrada contra mi pecho agitado.

        --Mira, Lady Diazepan,  -grité- mira.

        Y corrí la cortina gris que protegía la ventana.

        --Mira, -y miré- no hay nadie, mierda, nadie.

        --Ciérrala, -gritó- cierra que van a subir, van a matarme, ahí están, por Dios, -y reventó en lágrimas-  por favor, no, no me digas que no los ves.

        Y dejé que la cortina cubriera la ventana, el golpe seco del acero contra el piso de madera, la hice girar, el respirar agitado de su llanto, apreté contra mi pecho, juntó sus manos sobre su rostro.

        -- No, no, no me digas que no los ves, no, por favor, no.

        Y no pude evitar que mis lágrimas se despeñaran sobre mis mejillas. Y con la ligereza de un estallido la revelación, araña de mil tentáculos vomitando mil venenos sagrados ahogó con un futuro, que al instante comprendí, las cuevas oscuras de mi alma.

        --Los mataré, -dije- ahí donde estén, Lady Diazepan, te lo prometo.

        Y se separó unos centímetros de mi pecho, subió su rostro húmedo hasta enfrentarse al mío.

        --Están aquí, dijo, y puso su mano calma sobre su corazón.

        Nadie habla de ella. En el ruido satánico del Bar, acodado, reconozco que Lady Diazepan solo transitó los naturales caminos de la demografía y del afecto de Lima. Nadie pregunta por ella. Anoche, al momento de descalzarla, he comprobado que su tobillo está hinchado; al poner mi rostro sobre su hombro, en la delgada capa de humedad que lo envuelve, florecía impetuoso un olor vinagre, fuerte, antiguo. Sí, tan antiguo que no logro ubicarlo en mi memoria. Y he girado mi rostro y he lamido esa humedad picante, la he lamido, y lamiéndola he cerrado los ojos, y en ese instante tan antiguo que todo se detenía envolvía volvía azul, azul infinito, me he hundido como acero cansado en el fragor del sueño.

        Y otra mañana se ha abierto y al abrir los ojos he recordado su voz, de niña, narrándome su vida.  Es verdad, ahora lo sé, ella poseía la verdad suicida que aniquila la esperanza. Y me he levantado y como todos los días he vuelto a separar sus piernas, descender y calzar su pie izquierdo, dejarlo en la misma posición en que quedo el primer día. No sé por qué lo hago, intuyo que es una manera de diferenciar el día de la noche. Y he posado ligeramente mis labios sobre los suyos. Ya sé quién fue, Lady Diazepan, le he susurrado, maldita profesión, eso es todo, Lady Noche. Y me he dirigido al baño, abierto el botiquín y sin dudar he tomado todo lo necesario para tirar del único gatillo que desata y nos devuelve lo divino. Y he vuelto a mi cuarto, me he sentado en el suelo al borde de la cama, y sin compasión ni arrepentimiento he escrito está leyenda, de un solo golpe me he tragado todas las pastillas de un frasco de Valium diez, y he reposado mi rostro entre el olor vinagre, violento, inicial, de sus muslos, rozando con mis labios su muslo izquierdo. Tocando con la cima de mi cabeza el húmedo lugar donde siempre resucita la inocencia.

                                                                           Beijing, agosto, 1997



Óscar Málaga

Peruano, nacido en Lima en 1947, fue uno de los antologados por José Miguel Oviedo en Estos trece, libro que presentó a los poetas nuevos de los años setenta. Periodista y narrador, ha vivido en varios países y continentes, más recientemente en China por más de una década. Ha publicado Arquitectura de un puente (1989) y, con el Libro del atolondrado, ha ganado en 2002 el premio de poesía del Instituto Cervantes otorgado en el concurso Juan Rulfo de Radio Francia Internacional.

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