Revista Contra Estudio

domingo, 8 de junio de 2014

Antes del sueño, de Porfirio Mamani Macedo

                                                             Antes del sueño

Porfirio Mamani Macedo

Como todos los días, antes de meterme en la cama, tenía la costumbre de cambiar el agua a las flores que habían sobre la mesa. Hace ya un año, que no realizo este rito a causa de un viento muy fuerte que entró en la casa, abriendo la puerta, envolviendo una sombra humana, doblada hacia adelante. Yo no esperaba a nadie, pero la sombra entró tropezándose con sus propios pies, y dijo casi ahogándose entre la lluvia y el viento:

—¡Me retrasé a causa de la lluvia!

       Yo no le dije nada, aunque me dio ganas de empujarlo hacia afuera; sin embargo, me quedé mirándolo cómo llegaba, casi llevado en vilo por el soplo del viento que entró con él. Luego de encontrarse junto a la mesa, tambaleando como si estuviese ebrio o atolondrado, empezó a quitarse su negro saco mojado, los zapatos llenos de barro y las medias húmedas que las tenía pegadas a los pies, los cuales aparecieron desnudos, humedecidos como corchos arrugados. Fue dejando caer al piso cada cosa con disgusto y resignación, por algo que tal vez ya lo estaba destruyendo interiormente.

       —Me retrasó la lluvia —volvió a decir, mirándose los dedos desiguales de sus pies.

       Luego dejó caer su cuerpo como una piedra pesada sobre la silla. No me atreví a decirle nada, por temor a que descargara su angustia endemoniada conmigo. No entendía por qué azar se encontraba en mi casa, y por qué me repetía la causa de su retraso, pues yo no esperaba ni a él, ni a nadie.

       —La lluvia, es a causa de la lluvia —la voz nuevamente se expresaba desde un túnel, lejana, ronca y solitaria.

       Las cosas que yo miraba en el piso, y que él había dejado ahí, formaban un montón de trapos viejos, que alguien había abandonado para siempre. Pero él estaba allí, viéndolos, o quizá sin verlos. Quedó con la cabeza metida entre las palmas de sus manos sin darse cuenta dónde, ni en qué circunstancias se hallaba. Pensé que se había vuelto loco mientras regresaba a su casa.

       —Llegué demasiado tarde —dijo una vez más.

       Me acerqué a él para ver si podía reconocerlo. No. Me era extraño y lloraba. Se le caían las luminosas lágrimas en la oscuridad. Viendo su rostro acongojado, por un momento lo confundí con la muerte. Retrocedí un poco más para verlo mejor en la poca luz que alumbraba la habitación. Distinguí una cara envejecida, y su barba crecida le daba una apariencia de decrepitud. Las abundantes y silenciosas lágrimas que brotaban de sus ojos, me impedían dimensionar su dolor.

       —¡Esta maldita lluvia! —dijo dando un fuerte golpe con los talones en el piso.
Un silencio imprevisto súbitamente se apoderó de nosotros. Nada, en circunstancias parecidas, es definitivo.

       —Yo no he querido llegar tarde —resonó su voz en lo amplio de la habitación, como si deseara que todas las cosas lo escucharan.

       La puerta se había quedado abierta, y a ratos me daba la impresión que la luz del foco se iba a apagar con el viento, confundiéndola con la luz de una vela, por lo cual la cerré. Hice correr el pestillo para más seguridad, seguridad que sólo mi mente podía concebir. El hombre se paró y se puso a caminar lentamente por la habitación, arrastrando una sombra pálida que producía la luz débil, dejando las huellas húmedas de sus pies en el piso. Yo me quedé pegado junto a la puerta, viéndolo andar como fantasma, con las manos en los bolsillos. De vez en cuando se las llevaba a la altura de la cara, y allí las juntaba en señal de una súplica o muestras de una desesperación extraña. Su frente se fruncía, y sus ojos se hacían grandes como si estuvieran viendo un abismo. Me daba miedo interrumpirlo en su divino enfrentamiento.

       —La lluvia, la lluvia —repetía de rato en rato, mientras su cuerpo se desplazaba de un lado a otro.

       Subrepticiamente me deslicé hacia el lado de la ventana para ver si nada anormal estaba ocurriendo afuera. Nada. La calle estaba dormida en la incipiente noche lluviosa de otoño. Algunas ramas de los árboles se movían con el viento. Cuando me di la vuelta para verlo, estaba arrodillado en un rincón. Sólo podía verle su curvada espalda y sus pies desnudos. Oí que lloraba. Este incidente me hizo sentir ligeramente incómodo y extraño en mi propia casa. No sabía qué hacer con este hombre desconocido. Me daba piedad echarlo a la calle, pues afuera caía una lluvia torrencial. En la mesa tenía un vaso con flores, aquel mismo vaso que yo le había obsequiado a mi mujer, hace ya más de diez años. Las flores me hacían recordar el primer día que las traje. Era la fecha de nuestro encuentro. Un día como hoy. Me quedé pensando en esas flores y en la forma en que fui recibido por mi mujer, quien, desgraciadamente ya no estaba conmigo. Le prometí que cambiaría las mismas flores hasta el final de mi vida. Promesa que he cumplido siempre. Me acerqué más a las flores y allí miré la sombra pálida del hombre que las cubría enteramente. Levanté la vista y el hombre no estaba tan cerca, pero me estaba mirando con recelo. Volví a escuchar su voz cavernosa, que salía de su cuerpo antiguo. Las manos le colgaban de los hombros como frágiles ramas muertas.

       —La lluvia, es a causa de la lluvia. ¿No oye cómo suenan las gotas afuera? Hoy parece ser el único día que ellas pueden expresarse a la vida. Ahora que la oigo, la siento caer en mi cuerpo, la siento que perfora mi alma.

       Imposible saber si me hablaba a mí, a las flores, a su sombra o a alguien que estaba imaginando. De pronto un impulso muy fuerte se apoderó de mí, el que me incitaba interiormente, a echarlo a la calle, o por lo menos a preguntarle quién era y qué hacía en mi casa.

       —Estoy mojado y no tengo sed —dijo la voz monótona, retrocediendo hacia su rincón.

       Seguí parado cerca de las flores frescas y su aroma me tranquilizó un poco, pero no impidió que le dijera:

       —¿Quién es usted y qué hace en mi casa?

       Escuché mi voz como nunca antes la había escuchado: seca y pastosa. Sólo recién me di cuenta que me había quedado sometido a la voluntad de un ser extraño.

       —Yo no tengo la culpa de nada —dijo él.

       Su voz quedó ahogada en su garganta.

       —¿Quién es usted? —volví a repetirle, pensé que se trataba de un enfermo mental. Pero en el fondo de mí mismo, tenía esta definida voluntad de echarlo a la calle. No podía seguir soportando esa presencia indeseada. Felizmente que sus labios se abrieron para decirme:

       —Soy Onel.

       Respiró un poco y continuó:

       —¿Qué piensa hacer conmigo?

       En esos momentos yo no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía. La sangre se me había agolpado a la cara. Quedé con las manos tensas, y los labios se me habían secado. Me dio la impresión de estar frente a un espectro humano.

       —Me llamo Onel —dijo—. Como estaba lloviendo, llegué demasiado tarde. No sabía qué hacer allí, por eso me puse a errar por las calles sin darme cuenta adónde me dirigía. Sólo quería alejarme de allí, era lo único que quería hacer: alejarme.

       Mientras hablaba, se sentó en la silla y volvió a ponerse los zapatos y los calcetines tal como estaban. Ya no se le notaba las lágrimas del principio. Había logrado dominar su desesperación. Le dije que podía quedarse por esa noche o al menos hasta que la lluvia disminuyera. Parecía que no me escuchaba.

       —Ya no deseo nada —dijo—, ahora es demasiado tarde para todo.

      Le dije que esperara un poco mientras le preparaba algo caliente, pensando que la lluvia calmaría. Murmuró algunas palabras que yo no entendí. Me fui a la cocina y lo dejé, ahí, parado como un tronco, mirándome con sus ojos negros. Cuando regresé, ya no estaba, se había ido. Dejó la puerta abierta; y hacia ella me precipité con la taza de café en la mano. Afuera no había nadie. Ya no llovía. Cerré la puerta y me acerqué a la mesa: habían desaparecido también el vaso con las flores. Ahora del vaso sólo queda una huella circular en el centro de la mesa, y las flores, a mi mujer, se las llevó a su tumba.

                                                                                           París, febrero, 1998



Porfirio Mamani Macedo. Arequipa, Perú, 1962. Doctor en Letras en La Universidad de la Sorbona, escritor y abogado. Autor de Ecos de la Memoria (poesía, 1988), Les Vigies (cuentos, 1997), Voz a orillas de un río/Voix sur les rives d'un fleuve (poesía, 2002), Le jardin el l’oubli (novela, 2002), Más allá del día/Au-delà du jour (poemas en prosa, 2000), Flora Tristan: La paria et la femme étrangère dans son oeuvre (ensayo, 2003), Voz más allá de lasfronteras/Voix au-delà des frontières (poesía, 2003) y Un verano en voz alta/Un été à voix haute (poesía, 2004). Ha enseñado en varias universidades francesas y actualmente reside en París y enseña en la Universidad de Picardie Jules Verne.



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