Sandalias de azufre
La
fogata ya se apagaba cuando la descubrí en la playa. Entre las redes buscaba
angustiada la sombra de algún faro. Al acercarme me percaté que de su cabello
pendían espinas de pescado y collares de algas le enredaban las muñecas y sus
tobillos. Sus uñas eran afiladas y su cuerpo brillaba a la luz de la fogata debido a la sal y la
melancolía. Esa noche yo usaba mis sandalias de azufre y uno que otro pan de
maíz me colgaba del cuello.
Me
aproximé un poco más y me escondí detrás de mi silencio y de algunas rocas que
sorpresivamente habían caído esa madrugada desde el cielo. No hacía más que
observarla como un científico lascivo, la observaba como un psicólogo
obsesivo/compulsivo.
Irresponsablemente
hice sonar mis cabellos fue entonces que ella me descubrió. Comenzó a
acercárseme amenazadoramente. La fogata se apagaba definitivamente y el viento
esparcía las cenizas como dos manos que agonizaban sobre la arena. Una columna
de cangrejos corrían raudos hacia el centro de la angustia mientras que ella
amenazadoramente se me aproximaba más y más como una araña marina, como una
tierna y venenosa araña marina.
Su
cuerpo se balanceaba sobre sus pies diminutos, su caminar era sensual y sus manos
se movían nerviosamente con el viento como intentando descuartizar esqueletos.
Sorpresivamente se lanzó a mis brazos y mirándome fijamente con sus ojos
amarillos me exigió a beber de su saliva. Yo intenté retroceder espantado,
defenderme de su lengua lasciva y me enredé entre sus algas y entre algunas
preguntas sin respuesta y pesadamente
caí sobre la arena. Por mis ojos se filtraban sus ojos y alguno que otro pedazo
de luz. De pronto, ella se me abalanzó definitivamente, cayó sobre mí como una
sombra, como un puñado de arena me cubrió. Por primera vez probé sus labios con
sabor a misterio y vino. Un extraño olor sacudió mi cuerpo y sentí que mi pecho
se untaba de su sudor pegajoso y amoniacal. No me quedaban más recursos, me
abandoné entonces a la enredadera de sus piernas en mi cintura, mientras sus
afiladas uñas abrían mi espalda. Sentía que su lengua maravillosa escudriñaba
mi garganta como un científico acucioso. Yo temblaba, ella se sacudía. Su
respiración era profunda y algo parecido a un ronquido salía desde lo más
profundo de su pecho cuando suspiraba y sacudía. No se cuánto tiempo
transcurrió, pero me pude percatar que estaba colocando una de sus largas uñas
sobre mi pecho, y una gota de mi sangre se mezcló son su saliva. Presentí que
estaba condenado.
El
tiempo transcurría inexorable. Ella continuaba mirándome profundamente con sus
ojos amarillos sin pupila mientras me apretaba a su cuerpo más y más. Un ligero temblor sacudió sus agudos pezones,
un grito rasgó la madrugada de este a oeste y algo similar a un tibio sueño me
mojó las piernas y las de ella. Algunas gaviotas de la noche se espantaron, el
viento vaticinaba extraños presagios mientras la madrugada quebraba ferozmente
los tobillos del invierno. Al despertar la barba me había crecido. Tenía un
manojo de algas enredado a mis tobillos y en mi mano izquierda un mechón de
cabello rojizo reposaba como un último suspiro. Descubrí además que mis piernas
las cubría una sustancia parecida a las escamas. Un olor a angustia cubría mis
brazos. En mi garganta quedaban aun pedazos de su lengua brillante. Untaba mi
abdomen algo viscoso con olor a mar y piedras. Me hallaba solo sobre la arena.
Más allá, restos de lo que fue en algún momento una fogata y algunos signos
extraños escritos en la arena que no pude descifrar. Un poco más lejos, maderas
de barcazas, pescados secos y huesos blancos de alcatraces. El sol aún se
resistía a alumbrar. Me levanté, vestí mi cuerpo semidesnudo. Al caminar por la
playa, algunos pescadores me miraron extrañamente y huyeron raudos al descubrir
las cicatrices en mi espalda. Caminé perdido entre la arena y las rocas negras
de los muelles. Me encontré con algunos hombres quemados por el sol que me
dijeron que ella se había marchado colgada del brazo del primer habitante que
pasó que tenía ojos azules y manos con olor a yodo. Me informaron además que
aún se distinguía escrito un nombre sobre su espalda huesuda y su cuerpo
exhalaba un olor parecido a la desesperación.
Ese
fue nuestro primer y único encuentro, lo demás son solo leyendas que inventaron
los habitantes del puerto. Pero lo que sí es cierto es que en la playa cuando
se ausentan las gaviotas y la madrugada corona a los erizos con su espuma, se escuchan sus aullidos, su agitada
respiración, su llamado y un sonido parecido a unos dedos sonando un tambor. Más
de un pescador atestigua que ha sorprendido a las ancianas del puerto
susurrándose, entre oraciones y saliva, que la han visto arrastrándose
alrededor de las fogatas, gimiendo, mencionando mi nombre y cubierta de arena y
algas.
Yo
desde entonces como un tatuaje eterno llevo en mi pecho la forma de un
acantilado que me incita al suicidio.
Ricardo
Vacca-Rodríguez
Nací
en el puerto del Callao, Perú. Estudié Psicología en la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos de Lima.
Me
interesé desde joven por la literatura, la adiccionología, parapsicología,
esoterismo, la ufología [libros como el misterio O.V.N.I.; Informe del Libro
azul, Piedras sagradas, el triángulo de las Bermudas] la investigación en la Cristología como El
Grial, la sábana santa, Los Templarios; y el campo de la parapsicología y el
misterio como Nefilim, las pirámides de Pactrick Heron.
Actualmente radico en USA, New York y trabajo
en una Clínica en Manhattan para el tratamiento de casos de conductas
adictivas.
Suelo
escribir artículos de mi especialidad pero sobre todo de literatura en sus
diversos estilos y modalidades.
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